Carta a Martín Garmendia (Ricardo Becerra) - Miguel Los Santos Uhide - Mis cosas

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Carta a Martín Garmendia (Ricardo Becerra)

Música y músicos > Intérpretes, compositores, otros > Iparaguirre, José María (bardo)
 
IPARRAGUIRRE
Y
EL ÁRBOL DE GUERNICA

BIBLIOTECA BASCONGADA DE FERMÍN HERRÁN
TOMO II.

B I L B A O

Imprenta de la BIBLIOTECA BASCONGAD,A
Müller y Zavaleta, Gran Vía 24
1896

Y el día 8 de Junio de I878 publicaba, también en La Paz, Ricardo, el siguiente artículo:

IPARRAGUIRRE
AL SR. D. MARTIN DE GARMENDIA, DIPUTADO A CORTES POR TOLOSA

   « Usted ha sido, mi distinguido y animoso paisano, uno de los que más decididamente han honrado, favorecido y ayudado al autor del Guernikaco-Arbola; y en prueba del agradecimiento que el versolari euskaro guarda hacia usted en su pecho, quiero, por encargo suyo, poner al frente de este artículo el nombre que va puesto. Yo entiendo que es patriótico y generoso en extremo el ayudar al poeta que ha venido a saludar a su patria, desde las apartadas latitudes orientales del Sur de América, y veo que usted, como pocos, ha alcanzado los merecimientos de la generosidad y del patriotismo.
   Los párrafos de este trabajo, el tercero, que dedico al bardo desgraciado y errante, son el resumen de su campaña última, desde que pensó en venir a España, favorecido por los donativos de los vascos y de los extranjeros residentes en Río de la Plata, hasta su vuelta al caserío de Chapártegui, donde nació su madre, y donde hoy, retirado, escribe en sencillos versos vascongados las biografías de los hijos ilustres de Guipúzcoa, para que los niños y el pueblo entero las aprendan, mientras sus amigos solicitan de las Diputaciones vasco- navarras la modesta pensión anual que necesita para vivir, modestamente también, en las montañas que ha honrado con sus sentidos e inspirados cantos.
   Cuando La Paz dio la noticia de que Iparraguirre vivía, y le envió desde Madrid un espontáneo y ardiente saludo, las colonias vascongadas de Buenos Aires y de Montevideo saludaron también al olvidado cantor, que vivía en las orillas del Río Negro, guardando un rebaño de ovejas, y dando lecciones de instrucción primaria a los hijos de algunas familias acomodadas, vecinas de aquellas inmensas soledades. Al saludo de La Paz, contestó unánime el deseo de los paisanos de allende el Océano, que quisieron ayudarle a volver a España, para que su país le honrara y acogiera como merecía. ¡Justo tributo pagado al poeta que, en una circunstancia solemne e inolvidable, había representado a la raza euskara con su inspiración y con su pluma!
   Me refiero al acto de la inauguración del hospital español de Buenos Aires, a cuya caritativa fiesta contribuyó Iparraguirre, escribiendo para el Álbum de la Caridad la única composición vascongada que se publicó, y que hacía honrosa compañía a los trabajos literarios que vieron la luz con tal motivo, en castellano, en francés, en inglés, en italiano, en alemán y en portugués. El espíritu vascongado habló por boca del hijo de Villarreal de Urrechu, con gran satisfacción de todos los paisanos de aquellas repúblicas. La composición, titulada Jangoicoa eta arbola, es sencilla, pero encierra todo un poema de cariño y de esperanzas, y está cuajada de altos y valientes pensamientos. El público la oyó con arrebatador entusiasmo, y después se ha leído mil y mil veces en América y en Europa, produciendo siempre viva emoción en el alma.
¿Qué hay más dulce, ni más expresivo, ni más oportuno tampoco, que los siguientes versos, tomados de esa poesía?

«Amoriosco legue santuaquin
Gorroto gabe biotzan,
Iberiaco gure anayaquin
Bitsi nai degu baquean.
....................
Libertadea maite dutenac
Betoz gurequin batean.»

(Con arreglo a las santas leyes del amor, y sin rencor en los corazones, queremos vivir en paz con nuestros hermanos de Iberia... Todos cuantos amen la libertad, vengan con nosotros.)

   No hace muchos días que la población de París aplaudía con frenesí a Víctor Hugo porque, al terminar uno de sus magníficos discursos, proclamaba la fraternidad de todos los pueblos. ¡Cosa notable, la identidad de sentimientos de los corazones elevados! He aquí cómo concluía Iparraguirre, algunos meses antes, su referida composición:

«...Cristoren leguea
Erres petazen degula,
Da euskaldunen borondatea
Errien anaitasuna. .»
(Cumpliendo la ley de Jesucristo, no es otra la voluntad de los vascongados, que la fraternidad de los pueblos.)

   Y, en verdad, fraternalmente unidos franceses, portugueses, americanos, ingleses, alemanes e italianos, que habían contribuido a la fiesta y a la instalación del Hospital de españoles, aplaudieron con entusiasmo al expatriado y pobre trovador
   Con los productos de la suscripción que aquellas ilustrabas y generosas gentes iniciaron, dejó Iparraguirre amparada a su amante familia; y, despedido en el muelle de Buenos Aires por numeroso concurso, en el que se veían sus decididos protectores Sr . Romero Jiménez, Sr . Dr. Durañona, D. Francisco de Aranguren y D. Carlos de Egozcue, vino hacia los patrios horizontes con el corazón dilatado por la alegría.
....................
   Su país, en primer lugar, y los vasconavarros residentes en Madrid después, le han recibido y tratado dignamente; fiel augurio de que ha de cumplirse su ferviente deseo: el de vegetar y morir en el seno de la muy hospitalaria, muy ilustrada y muy buena madre, la provincia de Guipúzcoa. No puedo hacer el relato detenido de su viaje y de su estancia en la corte, porque sería trabajo muy extenso. Quédese para el libro que acerca de la extraña y curiosísima biografía del autor del Adió, se ha de escribir en breve. Pero preciso es consignar que Iparraguirre, anciano ya, sin serlo; pobre, sin merecerlo, y animoso y bueno como en sus mejores días, sin poderlo remediar, guarda gratitud profunda a todos cuantos, en el país apartado, y en la capital de España, le han distinguido con sus obsequios y sus afecciones.
   La bella Donostia, la perla del Cantábrico, le distinguió muy de veras. En su corazón lleva el poeta grabados los nombres de Manterola, de España y Arregui, «de Artazcos, de Santistéban, de Soraluce, de Oreguri, de Bats y Urrain, de Romero y otros, como los de Arza, Lasquibar, Santos, Jauregui, Echevarría de Tolosa, los de Ortíz y San Pelayo de Azpeitia, los de los Bagazgoitias, Antia y Alberdi de Villareal, los de sus entusiastas favorecedores de Beasain, los de Villafranca, Eibar y Vergara, los de Sagarmínaga, Lecuona, y los entusiastas del círculo de Lazúrtegui de Bilbao y los de Manteli, Herrán, Velasco y otros de Vitoria.
   Conste que en Madrid, aun a riesgo de ofender la modestia de mis amigos los animosos redactores del valiente periódico fuerista, ha encontrado Iparraguirre fraternal y cariñoso amparo en la redacción de La Paz, a quien exijo que consigne esta declaración, por habérmelo encomendado así el coblakari vasco, cuyo agradecimiento hacia tallos es tan profundo.
   Dio ocasión, para que Iparraguirre fuese públicamente conocido y aclamado, la tristísima e inolvidable catástrofe del Sábado Santo, aquella horrible galerna que sepultó en los hondos abismos del Cantábrico a más de trescientos pescadores. En dos de las grandes funciones musicales que se verificaron en Madrid para recoger auxilios para las familias de las víctimas, en la que se hizo en el circo de Rivas y en la que se dio después en el teatro Real, cantó un individuo de la estudiantina española, cuyo nombre siento no recordar, el dulcísimo y expresivo Adió euskal-erriari, que el poeta compuso cuando se vio obligado a emigrar a América, y cuya letra y música, tan populares en nuestro país, se vienen cantando hace más de veinte años con tanto cariño y complacencia. El público aplaudió unánime en ambos días, y pidió con insistencia que se presentara Iparraguirre. Allí se le vio, efectivamente, saludando, conmovido y cariñoso, a los miles de corazones que repetían su nombre; allí apareció el encorvado cantor de las montañas, cuya barba blanca, cuyas canas, cuyo modesto y sencillo traje formaban, sin duda, singular contraste con el recuerdo del gallardo y simpático mozo de negra, lustrosa y abundante cabellera y larga barba, de colorada boina y airoso atavío de guizón vasco, que las gentes habían conocido en las romerías y juntas del país, cuando entonaba vigoroso las sentidas estrofas del Guernikaco-Arbola al compás de su guitarra, y cuando hacía caer de rodillas al concurso de gentes que, entusiasmadas, le vitoreaban. Aquél era el bardo vascongado, de quien, también como entonces, Madrid entero había oído hablar, en Junio de 1864, cuando el senador alavés D. Pedro de Egaña defendió tan elocuente y brillantemente las instituciones forales; cuando el distinguido vitoriano decía: «Iparraguirre era uno de esos caracteres aventureros que tanto levantaron el carácter español en los siglos XV y XVI . Quería correr peligros, y no estaba contento sino con grandes emociones...» Y no puedo, aunque desearía, consignar más períodos de aquel admirable discurso, porque no ha lugar en la hora presente. Aquél era el que había honrado la lengua y el pueblo euskaro, lejos, muy lejos de su patria, escribiendo inspiradas poesías.
   En el escenario del teatro Real le abrazó el gran Tamberlik, como Gayarre le había abrazado al conocerle. Los vascongados sintieron un orgullo legítimo al contemplar con qué entusiasmo Madrid distinguía y honraba a su versolari. ¡Glorioso triunfo para el viejo poeta!
....................
   En sus ratos de descanso, Iparraguirre escribió la letra y la música de dos bellas composiciones, que dedicó y remitió al Ayuntamiento de Bilbao, en memoria de las víctimas del Cantábrico, y del cual recibió a su vez, en pago, un atento obsequio.
   No olvida cuánto le han distinguido en la corte sus amigos y paisanos los señores D. Ramón y D. José de Elorrio, Ortíz, Uhagon, D. Domingo de Ellacuriaga, don Justo María de Zabala, Latorre, Madariaga, Goizueta, Barrena, Goyenechea, Urquijo, Ortueta, Arguinzóniz y tantos otros como lleva apuntados, no sólo en sus recuerdos más preciados, sino en lo profundo de su corazón. ¡Ah!, y la verdad, cuánto se honran ellos agasajando y favoreciendo al expatriado de ambos mundos: de América, pues allí ha dejado, en el rancho de la salvaje pampa, una familia de ocho hijos que no tienen hoy en los labios más nombre que el de José Mari, y que no anhelan otro placer que el de volver a acariciar su canosa barba y su arrugada y elevada frente, de Europa, de España, ya que aún no sustenta muy segura la esperanza de que sus paisanos se esfuercen por conseguir que las Provincias le atiendan, y pueda, al lado de las queridas prendas de su alma, descansar, cantar y morir, en los pintorescos, hermosísimos valles que riegan el fresco y cristalino Urola.
   ¡Ah! A la verdad, ellos y otros muchos generosos amigos han dado su óbolo para la lista de suscripción que se ha abierto en su favor, porque el veterano bardo, el errante poeta, se encuentra sin recursos; y al hacerlo, han honrado a la tierra común, a la raza de la euskalerría. Proteger y amparar al inspirado cantor popular, es una honra, efectivamente, para el país; pero el país vasco-navarro, no sólo ha de buscar ese honor, sino que es preciso que cumpla ese deber.
....................
   Ese deber está basado en estas razones: por espacio de veinte años, Iparraguirre ha pasado por muerto, y los hijos de las Provincias, al ocuparse de él, lamentábanse de que las circunstancias de los tiempos y otras causas indeterminadas hubieran hecho que el autor del Guernicaco-Arbola muriese expatriado y pobre. En la expresión de esa sincera pena, repetida por toda clase de personas, en todos los pueblos vascongados, ¿qué se quería decir? Que Iparraguirre, cuyas canciones y cuyos himnos (porque sus famosos zortzicos lo son para nosotros) se cantan y repiten en las aristocráticas viviendas, en las chabolas de los pastores, mineros y carboneros, en los campos floridos, en el mar airado, en la escuela, en el taller, en la boda, en las juntas, en los toros y hasta en la soledad también, no merecía padecer y morir lejos de la tierra a quien honró. Y en la confesión de que no era merecedor de tan aciaga suerte, ¿qué deseo iba formulado? El de que si hubiera sido posible evitarlo, distinguiéndole con una recompensa, para que Guipúzcoa recogiera sus últimos cánticos, se hubiera evitado. ¡Nobilísimo y justo deseo!
   ¿Es nuestra poesía vasca, académica, reglamentada, alineada y artificial, pseudo-elocuente y pomposa como otras poesías? No. Es espontánea, natural, dulce, popular, fácil, nacida del corazón de los que saben poco y sienten mucho; por todos comprendida, por todos cantada; producto del espíritu libre e inspirado, y no del absolutismo de la retórica, ni del afiligranado y grave trabajo de sudor y lima del gabinete.
   ¿Será, pues, nuestro poeta, el enfático y docto señor que escribe rodeado de libros, en silenciosa estancia, que lee en las ocasiones solemnes con llorón y dramático estilo, y que aparece ante el mundo ataviado con aristocrática y lujosa prosopopeya? No. Nuestro poeta es el versolari, el de la boina y la pipa; el pobre bardo que dice también lo que siente y que sabe interpretar tan a maravilla el sentimiento del pueblo, en lo que dice, que el pueblo entero aprende de memoria y sin trabajo sus poesías, y las transmite de generación en generación.
   Ese es el poeta, y no porque le veáis pobre, sencillo y gastado, le despreciéis; ese es nuestro poeta.
   ¿No saben de memoria todos cuantos poseen la incomparable lengua vascongada, las sentidas estrofas del Guernicaco-Arbola, del Guitarra sarchudabet, del Onore aundiaquin, del Beltzerana y del Adió euscalerriari? ¿No honra a las Provincias la composición hecha en América del Jangoicoa eta arbola? ¿No hay cientos de canciones populares que corren de boca en boca de todo el mundo en el país vasco de ambos territorios del Pirineo? Pues ahí está el poeta, su autor, el Trovador vascongado, como se le ha llamado por espacio de tantos años; ahí está Iparraguirre, cuyo nombre irá unido siempre al de nuestra literatura popular.
   Excito hoy la sinceridad del sentimiento que se expresaba cuando se hablaba de él; recuerdo el deseo que se quería formular entonces si hubiera sido posible evitar su expatriamiento y su muerte en extraños climas; apelo a esos honrados sentimientos, y ya que es el poeta de las montañas, y ya que vive, ya que está entre nosotros, realice el país su único deseo, el anhelo ferviente de su alma, su sueño eternamente acariciado: el de que escriba, descanse y viva con su familia en Guipúzcoa.
   Al efecto, los buenos amigos y buenos vasco-navarros que pueden hacer mucho por él, ya que yo tan poco puedo, presentarán en breve una exposición a cada una de las cuatro Provincias hermanas, para que sus Diputaciones respectivas se sirvan conceder la modestísima pensión anual de 3.000 reales al pobre e inspirado poeta, con cuya suma podrá vivir y trabajar para las letras vascongadas. Las circunstancias económicas en que el país se encuentra no son muy satisfactorias; pero ¿es esa cantidad de importancia alguna en los presupuestos generales? ¿Habrá razones ni atendibles, ni patrióticas, ni justas, para negarse a una concesión que tanto y tanto significa en honra del país? No lo creemos. Si Iparraguirre, con el llanto en los ojos y el alma desgarrada, hubiera de volver a América, no tendría derecho jamás ningún vasconavarro ni a pronunciar su nombre, ni a repetir uno sólo de sus magníficos versos, ni a hablar de amor hacia la lengua, la poesía y la tierra euskara. Pero no sucederá así: la pensión anual, el pobre interés que se pide del capital de sentimiento, de entusiasmo y de emociones que Iparraguirre supo fundar en los pechos de nuestro pueblo, le será concedido sin duda. ¿No viven en las provincias respectivas Araquistain, Manterola, Jamar, Soraluce, Egaña, Villabaso, Sagarmínaga, Arana, Trueba, Goicoechea, Enciso, Delmas, Aguirre, Manteli, Ayala, Zarate, Aldama, Herrán, Oloriz, Campión, Ozámiz, 0lave, Huíci y tantos otros literatos, periodistas, obreros de la inteligencia, que sienten verdadero cariño por Iparraguirre? Pues yo les suplico que apoyen decididamente esa pretensión, y que con su poderoso
concurso logren que el versolari se quede entre nosotros, se quede entre ellos, sus hermanos en el amor a la tierra y en la inspiración.
   A los órganos de la prensa vascongada, Irurac-bat, El Noticiero, a la Revista Éuscara, al Diario de San Sebastián, a los periódicos de la capital de Navarra, a la Revista de las Provincias, ruego que reproduzcan, en obsequio al poeta, estos ligeros párrafos, como en otra ocasión lo hicieron, para que el país entero se interese en el pensamiento.
   Mientras esa concesión se resuelve, ¡ojalá la suscripción iniciada en Madrid, y que debía abrirse también en Bilbao, Vitoria, San Sebastián y Pamplona, en las redacciones de los periódicos, sea, aunque modesta, suficiente para que Iparraguirre viva tranquilamente!
   Los que viajan por la vía férrea que cruza la provincia de Guipúzcoa, al avanzar por las cañadas del collado de Eizaga, después de pasado el gran viaducto de Ormaiztegui, y antes de llegar a Zumárraga, pueden distinguir allá abajo, en el valle, la carretera que va serpenteando desde Villareal a Gaviria, al pie de los verdes y frondosos altos de Arateorreca, de Izazpi y de Quizquiza. Entre el follaje se esconden las villas de Ezquioga e Ichaso. Entre ellos, sobre la carretera, se ve la venta de Santa Lucía. Frente a ella, entre la carretera y la vía férrea, sombreado por los castaños, los manzanos y los nogales, en la ladera que domina al arroyo, está el caserío de Chapártegui; en él vive Iparraguirre; aquel valle es el de sus padres.
   Al pie del viejo nogal que da sombra y amparo al caserío, el versolari de la barba blanca, en mangas de camisa, fija a menudo sus ojos en el cielo, recuerda a su familia y a sus generosos amigos y escribe con temblorosa mano las biografías en verso de Elcano, de Legazpi, de Oquendo, de Urdaneta, de Churruca, de Urbieta, de Lezo, de Echaide, de Oñaz, de San Ignacio, de Garibay, de Zarramendi, del conde de Peñaflorida, de Gamboa, de Idiaquez y de los demás hijos ilustres del país; como mañana describirá en sentidos romances vascos la patriarcal vida de la montaña, la romería, las juntas, los amores, las ferrerías, la pesca y todos los cuadros de costumbres del país.
   ¿Será preferible que haga esto el pobre poeta, a que vuelva al Uruguay a guardar ovejas y vivir entre los gauchos?
   ¡Dios haga que se realice su bello ideal! Cuando los vascos y los extranjeros iniciaron la suscripción en Buenos Aires para que viniera a España, luchó terriblemente con el temor de hacer tan largo viaje, y de dejar por algún tiempo a su familia en aquel país.
   Pintábale su esposa, con todo el relieve y verdad con que sabe hacerlo el sublime instinto de la mujer, los peligros de la travesía, los desengaños que en la patria recibiría, la posibilidad de una desgracia, las dulzuras positivas, pobres, pero íntimas, de la vida campesina que allí hacían, y, en fin, todos esos detalles que el amor de madre y de esposa pone ante los ojos del hombre, para que éste no se aparte ni un momento de su lado. Iparraguirre, en algunos momentos, vacilaba; pero súbito acudía a su corazón el recuerdo de la patria amada, idolatría de su corazón: y en una ocasión, echando a un lado las cariñosas manos de su compañera y apartando a sus hijos, exclamó en su querida lengua:
«¡Betico nere religioa da
Adoratcea iru gauzá:
Jaincoa, lurra ta familia
Ya nere urrezco amesá.
¡Baña au lana! Lurrea naian
Pil, pil, da nere biotza
Ezurrac ditut noski lurrean
Laster uzteco esperanza!»

   (Mi religión de siempre ha adorado tres
cosas: a Dios, a la patria y a la familia.—
Pero ¡qué infortunio! Palpita mi corazón
por querer volver a mi patria. Abrigo la
esperanza de que muy pronto he de dejar
los huesos en mi tierra!)

   En esos dulces versos, versos de sentimiento, que entonces improvisó, está de lleno retratada el alma del poeta. ¿Se engañará el constante pil! ¡pil, de su agitado corazón? ¿Renegará de esas ardientes frases que durante todo el camino vino repitiendo? Yo creo que no. Dios que se las inspiró para decidirle a venir, inspirará a los representantes del país, a sus hijos distinguidos, para que le concedan la recompensa, que la historia enaltecerá sin duda, para que no se vea obligado a volver.
   No me dirijo a los que no saben sentir; el positivismo del corazón es la fase más despreciable de la prostitución humana.

RICARDO BECERRO BENGOA.







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